Los altos muros de piedra se elevaban por entre los árboles, vistos desde el bosque la riqueza en inmensidad del castillo le daban un toque fantástico.
Ya a las faldas de la fortaleza se apreciaba el grosor de sus muros, enormes cimientos rodeados por agua y un puente elevado por enormes cadenas que ameritaban el trabajo de varios hombres para hacerlo funcionar. Visto desde afuera dentro del bosque, entre los árboles y el brillo dorado del sol, el castillo parecía la entrada a otro mundo, y vaya que lo era.
Cruzar ese puente de madera hacia el enorme arco era como viajar en el tiempo, pronto nos encontrábamos en otro lugar y otros tiempos, habíamos aterrizado en el patio principal rodeados de ventanas que nos observaban indiferentes ante nuestra presencia, pero todas contaban una historia.
Llenos de misterio, fuimos recorriendo los muros del castillo, violamos su seguridad y nos adentramos a lo más íntimo de su ser. Las grandes salas repletas de innumerables utensilios que alguna vez pertenecieron a los grandes señores que rondaron por estos pasillos.
El castillo en sí tenía un aire de misterio para un infante intrigado por las historias que ahí en sus muros se plasmaban, por las bestias que colgaban por la pared y reflejaban el último suspiro antes de su muerte. Los profundo túneles de escapatoria que aún recuerdo llegaban a la casa blanca del otro lado del río, y que iluminados con antorchas se volvían más tétricos que cualquier otro lugar del castillo. Pero tal vez su recuerdo permanecerá en mi mente después de conocer la historia detrás de una figura que vaga por las noches envuelta en blanco recordando la época en la que murió olvidada, incapaz de salir de su escondite y condenada a morir de hambre.
Esa historia me siguió por la noche haciéndome recordar las altas torres del castillo.
29.9.05
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